miércoles, 27 de diciembre de 2017

Selvática oscuridad.





Agoera

En la inmensa selva. Madrid. Habitar de forma instantánea. La oficina, las luces que deslumbran mis ojos, la calefacción demasiado alta. Llamada. Llamada. Llamada tras llamada. Gracias por llamar al B.S. 

Compañeros de trabajo que no conoces aún, que no sabes si te caen bien, algunos no sabes si tienes que soportarlos por mera supervivencia o si simplemente asumes que no hay más opción. Compañeros con los que tienes cierto vínculo que tienen un horario distinto, que trabajan en otra planta, que se sientan demasiado lejos. Conversaciones extrañas, sin sentido, al menos ahora para mí. Conversaciones que mantuve en la Universidad y que ahora me parecen lejanas y demasiado abstractas o, mejor dicho, superfluas. Perfiles, utilidad de la Psicología, aprovechamiento de los conocimientos, manipulación, persuasión.  Cuánto daño el capitalismo, el liberalismo, el neoliberalismo, el esclavismo, el todo vale, el fin justifica los medios, el usar por encima de la propia persona.  Lo superfluo. Lo que se desvanece. Lo estereotipado. El producto sin necesidad alguna.

El bus sale a las once, lo pierdo por esperar a que J.A. se compre una maldita hamburguesa. Pillar el de las doce que me deja a veinte minutos de casa. Bajarme, tras una hora de viaje, en una gasolinera en las afueras frías y lluviosas de Y. Son las una. S. sale del bus delante de mí, no saber que S. es S. hasta que me pregunta ¿Alguien viene a recogerte?, mi temblorosa y resignada respuesta: No. Entonces te llevamos mi marido y yo a casa, contesta S. antes incluso de presentarse. 

S. me hace sentir el calor de una humanidad que a veces se me presenta extinta. Me hace sentir que existen personas que aún son capaces de dar sin esperar nada a cambio. ¿Bondad?, no lo creo, en verdad creo que es calidad del fondo de las personas que han sabido conservar las redes de apoyo y solidaridad. El reconocimiento mutuo en las otras. Hay luz. No todo es la inmensa selva. 

Hoy llego a casa menos tarde de lo que podría haber llegado. También llego a casa con algo más de paz. Echaré de menos a J., aún siento su olor impregnado en las sábanas, su calor en la distancia, otra luz en la selvática oscuridad.  

viernes, 15 de septiembre de 2017

Otra vez el sueño...



Agoera

Otra vez el sueño, el dolor en las tripas, la debilidad en las piernas, la angustia, el decaimiento, los huesos calados. Ha abierto los ojos de golpe, el sudor frío bajando por su frente ha llegado hasta la clavícula. La cama es grande y solo encuentra copos de nieve  por todas partes.

Hace tiempo que siente que no puede hablar, que su voz se ha hecho pequeña dentro de sí, la perturbación cada noche la lleva a tener estados catatónicos de nostalgia y melancolía. Dolores propios y ajenos se le incrustan en el cuerpo. Escenas de amores, de hombres que ya no existen, de mujeres que no le pertenecen. Las secuencias son tan reales que al día siguiente tiene que borrar con amoniaco la película grabada en su mente. ¿Cómo hacer para no soñar? ¿Qué hacer para no reproducir cada uno de sus miedos, inseguridades, angustias?

Esta noche el sueño ha sido claro y nítido, otra vez. El bar, la mujer, el hombre, la palabra. Los ojos llorando como si fueran los ojos propios. Los celos, el miedo, la indiferencia. La mujer le dice al hombre que ya no puede más, que el infierno habita dentro. La mujer le dice al hombre que no soporta el silencio, la rudeza, la falta de caricias. La mujer le dice al hombre que no aguanta su falso amor, su amor a medias, su amor a ratos, su amor caduco, su amor edulcorado. El hombre la mira con asco y pena. La mujer se retuerce. Aparece otra mujer. El hombre mira a la otra mujer. El hombre se va con la otra mujer. En el bar, la mujer se queda sola con los brazos flácidos y sin fuerzas mientras el mar empieza a formarse ante sus propios pies.

Hace apenas unos días el sueño tenía otro rostro, otro hombre, otro nombre, otro acontecer, igual de vivo, igual de hiriente al abrir los ojos. Hace apenas unos días, el beso, la mano acariciando la espalda, el inhalar del olor corporal, el abrazo arropando el desconsuelo. El escalofrío al sentir el tacto de sus piernas, las de él, con las piernas de ella, de su cuerpo entero, el de él, con el cuerpo de ella. La arena tostada cortando la piel al desvanecerse el instante preciso. Hace apenas unos días abrir los ojos e inhalar un suspira de desconcierto, apretar las manos y retirarse el sudor caliente entre las piernas, después el brotar de las lágrimas hasta su barbilla.





lunes, 19 de junio de 2017

El hombre con el que me pasé...

 
Fotografía de Jean Moral.

Una vez escuché hablar que el hombre con el que me pasé cinco años de mi vida había vivido en Chicago. Por lo que decían tuvo que salir a prisa ya que era perseguido por una mafia de gángster a la que perteneció desde joven. Cuando lo conocí me contaba historias que hacían referencia a la Ley Seca y los calvarios que tuvieron que pasar los contrabandistas para poder servir bebidas a los bares estadounidenses. Me relajaba escucharlo contar esos relatos que parecían fábulas inventadas. Nunca pensé que todo había sido parte de un pasado que ya le quedaba demasiado lejos.

Yo por aquella época regentaba un circo de cebras salvajes que me domaban cada noche. Vivía en Rusia y había escapado de él cansada de no tener qué llevarme a la boca y de todas las palizas que recibía. Las cebras exigían de mí más de lo que yo podía pedir de ellas. El espectáculo consistía en salir a la pista y dejar que ellas danzasen sobre mi cuerpo ligero y pequeño. Cuando conocí al hombre con el que pasé cinco años de mi vida presumí de ser una gran domadora de cebras... no le conté toda la verdad, odiaba el arte de la doma. Además yo había sido "rescatada" de las calles de Petersburgo por un hombre corpulento que la primera noche me violó y me obligó a trabajar en su compañía. 

El hombre con el que pasé cinco años de mi vida tenía un nombre parecido al de las bandas de rock que nunca escuché y me miraba con ojos nobles. Una vez le vi llorar. Una vez le hice llorar. Después de ese día todo fue un holocausto de sentimientos chocando los unos contra los otros hasta acabar por destrozarnos la carne viva. Volvíamos a esquibar el golpe mortal que acabó con nostoros.

Aún ambos seguimos preguntándonos qué ha de ser del amor solo que ahora dormimos demasiado lejos para darnos una respuesta que nos satisfaga. Con demasiado frío. Con demasiada angustia.

lunes, 8 de mayo de 2017

No quiero ser una de las mujeres de Raymond Carver




-¿Me echas de menos?
-Claro que te echo de menos…


Lee Price



Esa fue una de las conversaciones más dolorosa que he tenido, en ese momento no estaba siendo consciente de lo que implicaba nada de lo que iba a suceder. Al final sucedió, tal y como lo estábamos viendo venir. Pero cuando sucede es como si no llegaras a creerlo, es como la casa que tiene terminas en su madera, siempre piensas que llegará el día en el que se arreglará todo, sin embargo el único día que llega es el que derrumba la casa por completo.

No creo que tengamos una sola vida. Me hago cada día más vieja, los cumpleaños cada vez son más extraños, pero creo que voy gastando más y más vidas, hasta sentir el desgaste en la mismísima piel. Esta noche he tenido un sueño, menos espantoso que los que vienen aconteciéndome, pero creo que me he acostumbrado a esos sueños turbios que me dejan un sabor amargo de boca cada vez que me despierto. En el sueño me follaba al vecino de enfrente, un hombre grande y corpulento que me desagrada bastante, un solitario de esos que te produce una sensación asquerosa cada vez que te cruzas con él. En el sueño él se sentía solo, yo también.

Al despertar he sentido un calor, la garganta reseca y desazón. Inmediatamente he buscado la mano de mi chica en la otra parte de la cama, hace tiempo que no soñaba con hombres grasientos. Ella dormía, al sentir mi mano se ha girado y me ha balbuceado unas palabras. Yo la he besado en el pómulo. Ojalá todo fuera mejor entre nosotras. El vivir con alguien no hace que las cosas sean más fáciles. Cuando empecé a vivir con ella nada fue fácil, yo tampoco fui fácil. Recuerdo una noche borrachas por la Avenida de Madrid, ella lloraba mientras insultaba a su última ex, parecía una chica tan tierna y dura a la vez. No sé cuando me enamoré de ella. Recuerdo que su cara al hablarme de su dolor me conmovió tanto por dentro que me hubiera arrancado mi propia piel para cubrirla y que no sufriera más. Lo que vino después me hizo arrepentirme de haber pensado eso. Se me había olvidado que yo también habitaba un mundo pantanoso y oscuro por dentro. Quizá eso me gustó aquella primera vez, pero no se puede lidiar con dos mundos, uno que ni siquiera te pertenece y el otro que ni siquiera sabes cómo calmar. 

Estando con ella, la primera vez que llamé a Ernesto fue una mañana que me levanté y ella había dejado una nota para Natalia en la nevera. Me dieron ganas de llamarla y mandarla a la puñetera mierda, decirle, hija de la gran mierda, yo no soy Natalia soy María. Pero no lo hice, en vez de llamarla a ella llamé a Ernesto. Lo llamé llorando y conteniendo toda la rabia. Él, cansado y sorprendido, no paraba de decirme que me calmara, que no podía entender nada de lo que le estaba diciendo. Ahí caí en la cuenta que estaba cometiendo un error aún más grande que todos los que había cometido hasta el momento, pero seguí hablando con él hasta sentir que me tranquilizaba. No sé como lo hace, pero siempre consigue que todo parezca una estupidez sin importancia. No le dije que lo llamé por mi propio miedo a perder a Beatriz, por mi propio miedo a volver a hacerlo mal, como pasó con él. Ya casi que no recuerdo cuantas llamadas han venido después de aquella vez y me culpo por ello. Siempre hay un daño colateral que arrastra con alguno de los tres. La primera vez que le hablé de Ernesto no fui realmente sincera, ¿para qué serlo?, a veces agradezco que ella tampoco lo sea conmigo, se que Natalia es el amor de su vida, que no podrá superarla jamás, pero eso ¿qué más da?

Mi vecino, metido en la cama conmigo, se da la vuelta, me mira a los ojos con una tristeza implacable y le digo, quiero que me comas por todas partes, no te dejes nada. Él que se siente disperso, baja suavemente hasta mis piernas y me las abre, me empieza a lamer mientras me mira. Sus manos acarician mis piernas. Yo le agarro del pelo, después con los dedos le masajeo la cabeza. Me besa el ombligo y sube a besarme los labios. Yo lo beso y, con su polla muy dura, va entando dentro de mi poco a poco mientras me susurra al oído unas palabras que me conmueven. Sí, es grasiento, pero estamos tan solos que nos queda el propio cuerpo para darnos un calor que nos es ajeno a nosotros mismos. Es una pesadilla. Solo es una pesadilla. Un mal sueño, como tantos otros. 

Beatriz sigue durmiendo con su cara mirando hacia mí, la abrazo, la agarro tan fuerte como puedo, sin que eso la despierte. Ya no sé lo que es estar enamorada, parece que eso fue de una de aquellas otras vidas que pasaron hace mucho tiempo. Lo que sé es que no quiero que se vaya, no quiero despertar sin ella a mi lado. Estamos jodidamente solas, solas y repletas de fantasma. Echo de menos muchas otras vidas, se que ella también, pero ahora estamos en esta. No sé cuando se acabará, no se siquiera si se acabará. Lo único que me consuela es saber que pase lo que pase siempre hay una vida esperando para ser vivida después de esta. 

Las termitas se llevaron una parte de aquella casa, se llevaron una parte de mí. Sigo viva, sigo aquí. He empezado un libro de Raymond Carver, y sé que no quiero ser una de esas mujeres que no tienen voz propia, pasajeras en un relato escrito por un hombre. Tampoco quiero que Beatriz sea eso. Para Ernesto puede que ya sea demasiado tarde.