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Adams Carvalho |
En mi maleta llevo todas mis pertenencias. El
resto no importan. Me basta con comer cada día, al menos dos veces, y dormir en
un colchón que no me haga hincarme en el suelo las caderas. Llevo mucho sin
follar, llevo mucho sin sentir unas manos cálidas acariciando mi cuerpo con
deseo. Pasó algo. No quiero recordar el qué, desde entonces el sexo es una
mierda asquerosa que me hace tragar cristales. Pongo las noticias y no ayudan a
aliviar el dolor. Por el contrario, acrecientan el odio, el pozo seco, la angustia.
Pasaron muchos algos.
Recuerdo estar tendida en una tumbona en una
terraza de un patio andaluz, recuerdo su cuerpo a mi lado acariciándome el
pelo. Olor a naranjo y a agua de piscina. Recuerdo estar tirada en una cama de
una zona de interior, seca; recuerdo un cuerpo encima del mío, recuerdo las
sacudidas, el líquido en mi barriga, el llanto, la ducha, la esponja, las
rodillas de cuclillas, mis propios brazos agarrándome, como replegándome.
Recuerdo estar sentada en el rellano de una huerta, enfrente él hablándome de
cómo dejar su trabajo de mierda, de cómo ganarse la vida con el camión de su
viejo, sus ojos, con ternura y resignación, fijos en los míos, soberbios y
vidriosos. Olor a agua del pozo, a agua del riego de pimientos, tomates y berenjenas. Pero he dicho que no quería recordar el qué. No. No quiero recordar qué pasó.
En la habitación en la que escribo esta pequeña
nota hay una biga enorme de madera. He comprado una cuerda. Mi hermano mayor me
enseñó hace unos años cómo atar un nudo de ahorcado. Me enseñó en primavera,
con una pequeña cuerda de jardín amarilla. Una nunca sabe cuando le va a servir eso que
le enseñaron hace tiempo y que aparentemente no tiene ninguna utilidad. En la
cama de un hostal roñoso de Castilla hay un cuerpo inconsciente de un hombre. He tachado de
la lista un nombre. He optado por hacer del recuerdo una convicción absoluta de
razones.
Aún me quedan cinco nombres más que borrar.