domingo, 9 de marzo de 2014

El último cigarrillo.

(Philp Pearlstein)


Es todo tan extraño en este interior. 

Hoy no he necesitado hacerme la raya negra justo encima del párpado, tampoco me he peinado ni cepillado este pelo largo. 

Anoche me sentí de esa forma, no hay circunstancias que puedan llegar a explicar con exactitud como acontecen las situaciones, los encuentros y despedidas, los sentimientos que florecen y se marchitan en los adentros. 

Pienso en los cristales rotos como un recuerdo lejano y los espejos justo enfrente dibujan una caricatura sin forma definida. Respiro. Siempre respiramos, de forma artificial o defectuosa también lo hacemos, automática o meditadamente. 

Se me cayó al suelo, no fui realmente consciente. Dormí mejor, aquella pesadilla se hizo realidad, quizás porque sobrecogen el cuerpo y lo predisponen a un nefasto final. También mentí, solemos hacerlo por muy cobardes que seamos en admitirlo, pero las mentiras duelen más a los indefensos y a los que las comenten. 

Apoyé mi cabeza en la puerta de aquel asqueroso lugar, y lo miré. Siempre supo cuando no estaba bien, no se dar las gracias como me gustaría, tampoco pensé antaño en que llegara a hacer algo similar, él sabía que lo miraba de esa forma, como si fuera la primera vez, como si lo fuera a retener en mi cabeza, su rostro, su pelo, sus ojos, su barba. ¿Como explicas lo que supone hacer eso?, tampoco supe si retenerlo en mi pensamiento era lo más sabio. Tampoco supe que tipo de relación teníamos. Eso me hacía sentir como una tarde de primavera, me hacía sentirme tumbada en el césped de mi habitación mientras la brisa calurosa me erizaba el vello de mi espalda y mis brazos. A veces estaba, a veces desaparecía, siempre fue así. 

El último cigarrillo. 
Hacía frío. 

He sido alguien solitaria, no puedo esconderlo por mucho más tiempo, ese espacio esparcido en cada encuentro, ese cerrar los labios y callar, ese hablar desde lo profundo y costarme hacerlo desde lo superfluo. Es agotador, no puedo negarlo. El sueño es el único lugar en donde se relaja una mente torturada de hacer mapas sin destino. 

Me cambió la cara por completo, él se dio cuenta. Me había alejado. 

No puedes odiar a nadie ni a nada, eso te ata con más fuerza a esa persona o cosa. Lo miré, no había deseo en mis entrañas, solo un pequeño vacío y un hormigueo de sensaciones que llevaba tragando desde hace un tiempo. Ahora me tragaba las lágrimas como quien le pega tragos a la cerveza. Intentaba no herirme como un tiempo lo había hecho con un ímpetu casi aterrador.

Ya no había besos compartidos, abrazos intensos, olores perpetuos, fluidos misteriosos, miradas extasiadas, conversaciones prolongadas. Nada. Ya no había distancia corta ni lejana. Me estaba aguantando la rabia y leía una historia que daba tumbos, del mismo modo que lo hacía yo. 

Al fin y al cabo los mensajes que hay detrás de las palabras necesitan constantemente actos de fe por parte de los receptores. Yo no sabía que tipo de fe tenia, ni él ni yo. Los pensamientos siguen volando, como cuchillos y amapolas frescas y no hay elección. El tiempo es el único que te hace mirar atrás, el único que te proyecta lo que has hecho en todo él y donde has acabado, donde has empezado. 

Hay te quieros que duran un día. 
Hay te quieros que duran toda la vida. 

De eso entendemos los locos que seguimos cuerdos. Y no es necesario esperar nada, tan solo vivir dejandose la piel en ello.

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